Las militantes de este partido estaban dispuestas a acciones violentas como romper ventanales de vidrio, cables de telégrafo atacar lugares de ocio masculino como campos de cricket, asaltar en la vía pública a ministros o llevar a cabo huelgas de hambre para defender el derecho al voto de las mujeres y protestar por la situación injusta del sexo femenino.
Vizcondesa Rhondda Margaret Thomas Haig
Debido a sus actividades en pro de la causa de las mujeres Margaret era conocida con el sobrenombre de Boadicea, la guerrera reina celta cuyo nombre significa Victoria.
Al ingresar en prisión se negó a que su marido pagase la multa impuesta como fianza y fue puesta en libertad tras cinco días de huelga de hambre.
Foto de archivo: Emmeline Pankhurst sale de la prisión de Ellis Island con un grupo de sufragistas después que el presidente Wilson hubiera ordenado su puesta en libertad.20 de octubre 1913.
En 1921 Margaret puso en marcha “el grupo de los seis puntos” cuyos objetivos eran: modificar la legislación británica respecto a los abusos infantiles, atender a las necesidades de las madres viudas y solteras; igualdad de todos los hijos ante la ley, igualdad de salario para las maestras e igualdad de oportunidades para las funcionarias.
En 1922 se divorcia de su marido y se va a vivir con su amante Helen Archdale, primera editora de Time and Tide hasta que en 1926 lady Rhondda se haga cargo de la misma.
Helen Archdale (1876-1949), miembro de la Unión Social y Politica de Muejres y primera editora de Time & Tide
En la década de los 30 publicará lo que fue el gran éxito de E. M. Delafield (véase entrada en Fábrica de la Memoria) Diario de una dama de provincias
Entre los colaboradores de Time& Tide destacaron: Nancy Astor, Margaret Bondfield, Vera Brittain, Margery Corbett-Ashby, Anthony Cronin (editor literario a mediados de 1950), la citada E. M. Delafield, Charlotte Despard, Crystal Eastman, Emma Goldman, el novelista Robert Graves, Charlotte Haldane, María Hamilton, Winifred Holtby, Tormenta Jameson, el novelista David Herbert Lawrence, el crítico C. S Lewis, F. L. Lucas, Rose Macaulay, Naomi Mitchison, Eric Newton, el novelista y ensayista George Orwell, la sufragista,Eleanor Rathbone, Elizabeth Robins, Olive Schreiner, George Bernard Shaw, Ethel Smyth, Helena Swanwick, Ernst Toller, Rebecca West, Ellen Wilkinson, Charles Williams, Margaret Wintringham y Virginia Woolf.
Paulatinamente la revista se fue escorando hacia posiciones más conservadoras hasta su desaparición a finales de la década de los 70 (1979).
Por ejemplo, en 1940 C. S Lewis publicaba en la revista el artículo “La necesidad de la caballerosidad”, del que reproducimos aquí algunos párrafos:
La necesidad de la caballerosidad
C. S. Lewis
La palabra «caballero» ha significado, en diversas épocas, cosas muy diferentes, desde un abrumador ataque lanzado por caballeros en una batalla, hasta el dar el asiento a una mujer en el tren. Pero si deseamos comprender el ideal de la caballería como algo diferente de otros ideales, es decir, si queremos especificar esa peculiar concepción del hombre «commeilfaut»que fue la contribución propia de la Edad Media a nuestra cultura, no encontraremos mejor camino que considerar las palabras, dirigidas al más grande de los caballeros imaginarios, en el poema de Malory,Le MorteDarthur[1]. «Vos fuisteis el más manso de los hombres», dice Sir Ector a Lancelote, muerto. «Vos fuisteis el más manso de los hombres que jamás cenó en palacio con las damas. Y fuisteis también, para vuestros enemigos, el más terrible de los caballeros que jamás ciñó espada».
Lo más importante de este ideal es, por cierto, la doble exigencia que plantea a la naturaleza humana. El caballero es un hombre de sangre y hierro, alguien acostumbrado a contemplar rostros desfigurados y girones colgantes de miembros cercenados. Y es también un cortesano suave, casi como doncella, un hombre gentil, modesto, quitado de bulla. No es algo a medio camino ni un término medio entre la ferocidad y la mansedumbre: es fiero, elevado hasta la potencian, y manso hasta la potencian. Cuando Lancelot oyó que le decían que era el mejor caballero del mundo, «lloró como si hubiera sido un niño».
¿Cuál es, podría preguntarse, la importancia de este ideal para el mundo moderno? Es terriblemente importante. Puede ser practicable o no -la Edad Media fracasó ostensiblemente en alcanzarlo-, pero es ciertamente práctico, tan práctico como el hecho de que un hombre en el desierto tiene que encontrar agua o morir.
Dejemos bien en claro que este ideal es una paradoja. Casi todos nosotros, que hemos crecido entre las ruinas de la tradición caballeresca, oímos en nuestra juventud que los matones son siempre cobardes. Nuestra primera semana en el colegio sirvió para refutar esta mentira, junto con su corolario de que el individuo verdaderamente valiente es siempre gentil. Se trata de una mentira perniciosa, porque impide ver la verdadera novedad y originalidad de la exigencia que la Edad Media planteó a la naturaleza humana. Peor, todavía: nos pinta como un hecho natural algo que es en realidad un ideal humano, jamás alcanzado plenamente, y nunca alcanzado, en ninguna medida, sin una estricta disciplina. Es una mentira que ha sido refutada por la historia y la experiencia. El Aquiles de Homero no sabe nada de exigencias de que el valiente sea también modesto y misericordioso, sino que mata a quienes gritan pidiendo clemencia, y toma prisioneros a otros para poder matarlos a placer. Tampoco saben nada de ella los héroes de las Sagas: éstos son tan «terribles para infligir» como «duros para padecer». Atila «tenía la costumbre de mirar a todas partes con ferocidad, como queriendo gozar con el terror que inspiraba». Incluso los romanos, cuando caían en sus manos enemigos de valía, los hacían desfilar por las calles a guisa de espectáculo, y luego los degollaban en sus celdas cuando éste terminaba. Y en el colegio descubrimos que el héroe de determinado curso podía ser un matón bullicioso, arrogante y prepotente. Durante la última guerra descubrimos a menudo que el individuo que resultaba «valiosísimo en una acción» era un tipo para el cual difícilmente se podía encontrar lugar en tiempos de paz, excepto en alguna prisión. Tal es el heroísmonatural, es decir, el heroísmo fuera de la tradición caballeresca.
El ideal medieval reunió dos cosas que no tienen tendencia natural a atraerse mutuamente. Y las reunió precisamente por esa razón: enseñó humildad y paciencia al gran guerrero porque todo el mundo sabía, por experiencia propia, cuánta falta le hacía semejante lección; exigió valor al pulido y modesto, porque todo el mundo sabía que no le costaba nada convertirse en un merengue.
Al hacerlo, la Edad Media consideró la gran esperanza del mundo. Puede o no que sea posible producir miles de individuos que combinen ambos aspectos del carácter de Lancelot. Pero si resulta que no es posible, toda esperanza de felicidad perdurable y de dignidad en la sociedad es un mero espejismo.
Si no podemos producir Lancelotes, la humanidad se divide en dos secciones: aquéllos que pueden moverse entre la sangre y el hierro, pero no pueden ser «mansos en palacio», y aquéllos que pueden ser «mansos en palacio» pero inútiles en la guerra -no hay para qué analizar aquí la tercera sección, la de quienes son al mismo tiempo brutales en la paz y cobardes en la guerra-. Cuando se produce la disociación de las dos mitades de Lancelote, la historia se transforma en un asunto horriblemente simple, como lo es la historia antigua del medio oriente: de los mesetas bajaban bárbaros duros que destruían las civilizaciones. Luego se civilizaban y se volvían blandos, para ser barridos a su vez por una nueva ola de bárbaros de las mesetas. Y así se repetía el ciclo. La maquinaria moderna no ha cambiado dicho ciclo: la única diferencia es que permite que ocurra a escala mucho mayor. En realidad, jamás puede ocurrir nada muy diferente si es que los «terribles» y los «mansos» se dividen en dos clases mutuamente excluyentes. Y no nos olvidemos que tal es su destinonatural. El hombre que combina ambos rasgos, el caballero, no es una obra natural sino una obra de arte, de un arte que tiene como medio de expresión no telas o mármol, sino seres humanos.
En el mundo actual existe una tradición «liberal» o «ilustrada» que considera el lado combativo del hombre como un mal puro, atávico, y desacredita los sentimientos caballerescos como parte del «falso brillo» de la guerra. Y hay también una tradición neo-heroica que desacredita la actitud caballeresca como sentimentalismo débil, y que quisiera, mediante una «invocación moderna», resucitar de su tumba (¡una tumba superficial e inquieta!) la ferocidad pre-cristiana de Aquiles. En nuestro propio Kipling ya vemos cómo las cualidades heroicas de sus personajes favoritos están peligrosamente lejos de la mansedumbre y la urbanidad: ¡no es posible imaginarse a Stalkey adulto en la misma habitación con los mejores capitanes de Nelson, y mucho menos con Sidney! Pues bien, ambas tradiciones tejen conjuntamente la oscuridad que envuelve al mundo.
Por fortuna, la vida que llevamos es mejor que nuestra literatura y que lo que merecemos. Lancelot no se ha hecho todavía irrecuperable. Esta guerra ha producido en nosotros una gloriosa sorpresa cuando descubrimos que, luego de veinte años de cinismo y de cócteles, las virtudes heroicas estaban todavía intactas en la generación joven y listas para la acción en el momento que se las llamara. Y junto con la ferocidad hay también mucha mansedumbre: según he oído decir, los pilotos de la Real Fuerza Aérea (a quienes debemos nuestra vida a cada minuto) no son menos urbanos y modestos que el modelo de 1915, sino más.
En resumen, todavía hay vida en esa tradición inaugurada en la Edad Media. Pero la conservación de esa vida depende, en parte, de que sepamos que la caballerosidad es arte, y no naturaleza, algo que requiere ser logrado, no algo que podamos esperar que se produzca solo. Y este conocimiento es especialmente necesario a medida que nos hacemos más democráticos. En tiempos pasados, los vestigios de la caballería eran conservados por una clase especializada, desde la cual se difundían a las otras clases ya sea por imitación, ya sea por la fuerza. Pero actualmente, según parece, los individuos deben ser caballeros por sus propias fuerzas, o si no, deben escoger entre las dos posibilidades que restan, la de la brutalidad y la de la blandura. Esto es, en verdad, un aspecto, rara vez mencionado, del problema general de una sociedad sin clases. ¿Será elethosde ésta una síntesis de lo que hay de mejor en cada clase, o un mero charco que contiene el sedimento de cada una de ellas, sin sus virtudes? Pero este tema es demasiado largo para la «coda» de un artículo. Mi tema era la caballerosidad. He tratado de mostrar que esta antigua tradición es práctica y vital. El ideal encarnado en Lancelot es un «escapismo» en un sentido jamás imaginado por quienes usan esta palabra: ese ideal muestra la única escapatoria a un mundo dividido entre lobos, que no entienden aquellas cosas que hacen que la vida valga la pena, y ovejas, que no pueden defenderlas. Por cierto, en el siglo XIX se oyeron rumores de que los lobos se extinguirían por un proceso natural. Pero ello parece haber sido una exageración.
Traducido por Agusto Merino Medina
[1]Sir Thomas Malory,Le Morte d’Arthur(1485), XXI, xii.