Alfonsina Storni en Mar del Plata, en 1925
LAS MANICURAS
Cortad al hombre las manos y restaréis al cuerpo humano toda la gracia terminal y la sutilidad de su infinita armonía.
Las manos son al cuerpo como los pequeños brotes elegantes a las gruesas ramas. Se diría que en estas terminales de las distintas formas que la naturaleza adopta, esta se sutiliza como comprendiendo.
Y es que acaso la materia tenga también sus preferencias y sus aristocracias.
El tejido que forma las manos y se transparenta como una rosada porcelana en las delicadas yemas, tuvo, sin duda, allá en sus iniciales connubios con la materia informe, afinidad electiva con los pétalos delicados.
Porque no me negaréis que ser una célula de las yemas de los dedos no es lo mismo que serlo de un pesado molar. Hay oficios y oficios. Hay obreros y obreros.
Me imagino yo que los minúsculos cuerpos que forman, pongo por caso, los ojos y los dedos, han de estar así como en el jardín del cuerpo humano.
Y tomaos el trabajo de imaginar por un momento y para honra de las manicuras, que el cuerpo humano sea como una casa dividida en distintas dependencias destinadas a oficios diversos.
No me negaréis, que, al ser, ¡oh, bellas lectoras! una minúscula célula, quisierais hallaros formando parte de los ojos y de las manos, destinados a las más exquisitas funciones humanas.
Alfonsina Storni
Recordad, si no, aquella frase del hosco Quiroga, quien apretando deliciosamente la mano de una dama hizo florecer su brusquedad en una sentencia galante: “El amor, señora, entra por el tacto”.
Y eso que ignoro si la bella mano provocadora de galanterías había sufrido el toque mágico de una manicura, oficio grato a la mujer, acaso por afinidad con las perezas del sexo que elige de preferencia tareas que exigen poco desgaste cerebral y fácil ejecución.
Es curioso observar, por ejemplo, que la cantidad de manicuras que, a cada paso, mientras se recorren las calles céntricas, destacan sus esmaltadas e insinuantes chapas azules surcadas de grandes letras blancas, es muy superior al de las pedicuras, oficio muy avasallado por el sexo fuerte.
Aquí un malicioso espíritu tendría margen para sutiles ironías, y acaso opinara que siendo más difícil a la mujer descubrir un bello pie que extender la siempre desnuda y visible mano, ella prefiera, por natural contradicción, que un hombre pula, suavice y cuide sus rosadas plantas, mientras simplemente, entrega sus manos a los cuidados profesionales de una mujer.
Pero no he de aventurar sutilezas por no correr el riesgo de hacer difícil lo fácil, cosa que con demasiada frecuencia les ocurre a los sutiles.
Además, y tratándose de tan pedestre oficio, no vale la pena correr un riesgo, pues un oculto sentido de la armonía me ha insinuado que los riesgos hay que correrlos por elevados asuntos, asuntos que, en el tren que estamos, tendrían que ser los ojos y los cabellos, los que han de merecernos capítulo aparte.
Bien haya, pues, por las manicuras que se mantienen a media elevación -obsérvese que las manos penden más o menos hasta la mitad del cuerpo- y que han sabido hallar el medio de ganar su vida con un arte que, si no iguala al de los enceguecidos artífices del Renacimiento, contribuye a la belleza exterior y al brillo de la vida -el brillo, desde luego. Y qué perfecta armonía la de este modesto y lucrativo oficio con el deseo de los defensores de la feminidad hasta en las tareas que la vida impone a la “mujer moderna”.
Porque una manicura, cierto es, no necesita de gran imaginación para cumplir con sus elegantes tareas.
Le basta un poco de prolijidad, agua tibia, perfumados jabones, discreto carmín, tijeras, pinzas y ungüentos, cosas estas entre las que las mujeres deben hallarse -según sus enemigos- como el colibrí entre rosas, pues las tijeras, pinzas y perfumados ungüentos nacieron de una sonrisa de Eva, según una mitología especial para manicuras que se escribirá algún día, el ocio mediante.
Y obsérvese además, para convenir en la feminidad de este oficio, con cuáles femeninos modos se conducen sus elementos de trabajo.
El agua tibia, elemento básico, tiene propiedades emolientes, persuasivas e insinuantes.
No hay tejido que resista a su insistencia continuada: los poros se dilatan, y las expansivas moléculas los penetran poco a poco hasta que las duras cutículas ceden su rigidez.
Diez, veinte minutos, media hora de este lento trabajo del agua persuasiva, y de tímida apariencia, y ya está el terreno preparado para que entren en función las sabias pinzas, las que con la misma prudencia del agua, pero con mayor sentido electivo, escarban los puntos débiles, conforman los detalles y libran los tejidos de adversarios molestos.
Pero nada sin duda manejan las manicuras con tanta propiedad como las tijeras.
Las poseen de todos tamaños y formas: unas son finas, delgadas y puntiagudas como una indirecta; otras son arqueadas y leves como una mala intención; las hay romas y elegantes, vulgares y aristocráticas, cortas y largas, anchas y angostas, acertando así, en la perfección de los cortes, que es una de las especialidades del sexo.
Luego se ha sospechado siempre que las manicuras tuvieran un sentido especial de la vida, un sentido instintivo que tampoco requiere gran imaginación; algo así como un olfato congénito de que la debilidad humana sucumbe más fácilmente ante los cuerpos brillosos que ante la fea y tosca opacidad.
Hasta en esta comprensión es oficio de mujer el de las manicuras, y la cantidad respetable que trabajan con las bellas manos, y con singular fortuna en esta elegante ciudad americana, deben contar indudablemente con el beneplácito de los que miran con horror las tareas masculinas desempeñadas por mujeres.
Por lo que a mí respecta, si en una futura vida me cupiera en suerte transmigrar al tibio cuerpo de una gentil mujer, elegiría también este oficio blando, discreto, que realiza su tarea en el pequeño saloncito o en el perfumado “boudoir” (tocador), cuando las femeninas cabelleras caen lánguidamente sobre las espaldas, y los ojos están húmedos de esperanza y un ligero temblor en los dedos descubre a los ojos extraños la inquietud deliciosa del íntimo sueño.
Porque, feliz ser, dotado de la imaginación de mi anterior vida masculina, me daría a investigar manos como quien investiga mundos.
Me embarcaría así por los surcos hondos de las palmas como por ríos sinuosos en busca de puertos reveladores.
E iría descubriendo el trabajo lento del alma en los cauces misteriosos y las maravillas de los puertos finales de esas revelaciones quirománticas.
Pero no os alarméis todavía, oh, bellas mujeres que contribuís con vuestra agraciada frivolidad al bienestar económico de tantos hogares, pues la transmigración es fenómeno negado por la autoridad científica, y mi última palabra era que el oficio de manicura, oficio de mujer indispensable en nuestra gran metrópoli, requería escasa imaginación.